Se parece el amor a los buitres o las peonzas, los botones o los aeroplanos, desconoce las líneas rectas, solo sabe moverse en círculo.
O al cordero que soñaba una muerte entre lobos azules, y su cuerpo destrozado ganó el segundo certamen de fotografía de Isla Gallaecia.
O al hombre desahuciado que dice Natáliame, no dejes que me maten los libros, quiero ser tu pronombre enclítico.
O al que vestía cobardes en las estaciones hasta el 15 de mayo, y desde entonces se ha hecho tan alto que entrena al equipo olímpico de ranas.
O al loco que imitaba las líneas borrachas de los libros, y ahora lleva un letrero joyceano en la frente: “No me habléis de la crisis: solo me interesa Natalia”.
O a ese barco veneno que se arrojaba a las rocas y las rocas le contestaban: no lograrás el naufragio, no queremos naufragarte.
O a la niña que se fue a Pontevedra y suspendí geometría, y no entiendo los mapas, y escaparates huyendo, y cuánto gritan los búhos, y sábanas en telescopio.